sábado, 22 de junio de 2013

EL IMPERIO DE LA CERA Y EL PERGAMINO

Al leer hace años “Fausto” de Goethe se me quedaron grabados en la mente dos fragmentos. El primer fue la propia advertencia que dejo escrita  el autor a sus futuros lectores: “Si el libro Fausto tiene o no objeto, si revela o no una tendencia o un estado sublime y épico; si obliga o no al lector a remontarse a esferas elevadas, no es necesario que se lo diga. Creo firmemente que, una inteligencia despejada y un recto juicio, tendrán que trabajar mucho para hacerse dueños de todos los secretos que he involucrado en mi fábula”.
El segundo de los fragmentos contiene, precisamente, uno de los secretos de “Fausto”: una crítica mordaz contra la burocracia tentacular pública y privada. Al cerrar su acuerdo, Mefistófeles le exige a Fausto una par de líneas por escrito para formalizar el pacto. El protagonista se indigna: “¿Necesitas un escrito? ¡Pedante! ¿No sabes aún lo que es la naturaleza del hombre y en cuánto debe apreciarse el valor de una palabra empeñada?. Esto me recuerda que mi padre, empleado de banca durante más de cuarenta años, me comentaba que al principio de empezar a trabajar existían lo que se llamaban "prestamos de honor", formalizados con un simple apretón de manos entre banquero y cliente. La única garantia era la palabra dada por el prestamista. Una palabra que, como anticipaba Fausto, ha perdido la batalla: “La boca cede a la pluma la facultad de expresarse, ¡y sólo se reconoce el imperio de la cera y del pergamino! Espíritu maligno, ¿Qué exigís de mí? ¿Cobre, mármol, pergamino o papel? ¿Será preciso que escriba con un estilo, un  buril o una pluma? Escoge tú mismo”.
            Mefistófeles responde con lo hace cualquier banquero deshumanizado al colocar acciones preferente a sus incautos clientes de toda la vida: ¿Por qué razón habéis charlado tanto? ¿Por qué motivo os habéis acalorado de esa manera? Basta un pedazo de papel cualquiera, el que está más a mano. Para estampar vuestra firma os serviréis de una pequeña gota de sangre”. Una sangre que es vampirizada por unas entidades bancarias sin escrupulos a cuyo frente se sitúan los Mefistófeles de nuestro tiempo.


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